Sobre su ataúd, deseaban tres rosas negras. Una por cada sueño perdido.
El primero, el que nunca fue, el que nunca existió salvo en el destello fugaz del entusiasmo pre-adolescente.
El segundo, el que fue, para bien y para mal, para brillar y deslucirse.
Y el tercero, el verdadero, el que siempre estuvo y jamás salió, el motor incansable sin ninguna puesta a punto, el que permaneció de pie, aunque nadie lo vio, aquel conocido como "la esencia".
Tres rosas negras, secas y muertas, sobre un ataud laureado de cariño, de congoja, de remordimientos y de envidia. También de respeto. De recuerdos. De amor.
Que el fuego arrase la vida y la muerte para regenerar el espíritu de la existencia. Que el fuego se lleve lo malo y lo cobre con lo bueno. Que el fuego diga bien alto: "Quemo estas rosas y las convierto en cenizas, quemo lo que veis. Y aún así, ni yo puedo desintegrar el anhelo que guió a este ser".
Descansemos en paz.
El primero, el que nunca fue, el que nunca existió salvo en el destello fugaz del entusiasmo pre-adolescente.
El segundo, el que fue, para bien y para mal, para brillar y deslucirse.
Y el tercero, el verdadero, el que siempre estuvo y jamás salió, el motor incansable sin ninguna puesta a punto, el que permaneció de pie, aunque nadie lo vio, aquel conocido como "la esencia".
Tres rosas negras, secas y muertas, sobre un ataud laureado de cariño, de congoja, de remordimientos y de envidia. También de respeto. De recuerdos. De amor.
Que el fuego arrase la vida y la muerte para regenerar el espíritu de la existencia. Que el fuego se lleve lo malo y lo cobre con lo bueno. Que el fuego diga bien alto: "Quemo estas rosas y las convierto en cenizas, quemo lo que veis. Y aún así, ni yo puedo desintegrar el anhelo que guió a este ser".
Descansemos en paz.
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